Retrato
del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
Un héroe
de mi infancia
Ya he hablado
mucho de él en el pajinar, pero ahora que me dicen que se murió
quiero mejorarle el retrato.
Era flaco el ‘Palillo’, más bien bajito, sietemesino, revejido,
palúdico, un antihéroe,
pero de los siete a los diecisiete de nuestra edad era el rey de la
barra San Nicolás, si él no estaba era como si no pasara lo que
pasaba.
Los otros, ya se sabe, éramos Luis Alfonso Ramírez, ‘Vitatutas’
–como el portero lituano del Deportes Caldas– Kriscounas,
el ‘negro’ Édgar Mañosca, Ramiro Montoya ‘Peladilla’, Julio
Jaramillo, mi primo Fabio Ramos ‘Cachucha’, ‘el loco’ Humberto
Pérsico, Julio Portocarrero, Dimitri,
y yo que abrigaba un complejo de inferioridad que recién se me está
despegando.
Nos reuníamos a jugar fútbol a la salida de la escuela en el amplio
pasaje Sardi, que con los años se ha ido angostando,
como comprobé en mi última visita a Cali la semana pasada, casi no
quepo.
Desde el segundo piso seguían nuestras gambetas los futbolistas
paraguayos Alejandrino Genes y Francisco Solano Patiño, del Boca
Juniors,
quienes convivían con las cancheras Gladys y Francia Pabón, dos
hembrotas a quienes pretendíamos conquistar con nuestras pelotas de
trapo.
Víctor Mario Martínez se preciaba de ser hijo natural de su mamá
Clelia,
y tenía dos hermanas despampanantes, la una rubia y la otra
pelinegra,
la primera concubina del general Powels, comandante de la fuerza
aérea, por donde se enrutó mi querido amigo, quien siempre quiso ser
un émulo de Lindberg en el San Luis.
Voló tanto y tan rápido que se jubiló en pocos años y se dedicó a
andar con las alas sobre los hombros.
Estudiábamos en la escuela San Nicolás, que todavía existe,
enseguida de la iglesia de San Nicolás, que todavía existe, y
diagonal pasando el parque del Teatro San Nicolás, que ya lo
tumbaron.
Allí vimos las primeras películas mexicanas, desde El Cañón de las
ánimas hasta Los olvidados, de Buñuel, pasando por La cucaracha y
Dios se lo pague.
Víctor Mario
siempre estaba en primera fila
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comiendo maní,
para mirarles los pelitos de las piernas a las actrices, sobre todo
a Ninón Sevilla.
Mientras tanto yo
daba vueltas por la sala con mi caja de dulces y mi linterna
ofreciendo besitos, cigarrillos, fósforos, mentas, chocolatines,
turrones, chicles, papitas fritas, maní de sal el maniiií.
Su casa de la 20 entre cuarta y quinta tenía un solar profundo con
culebra domesticada
y un enorme palo de mango que daba a la ducha sin techo donde se
bañaban desnudas las maravillas,
sin percatarse de que cada día uno de la barra las miraba desde lo
alto del palo, mimetizado.
Por esta pilatuna nos cobraba Víctor Mario veinte centavos, que
ahorrábamos penosamente cada semana.
Cuando tuvimos catorce años incursionamos a pedal limpio en la zona
de tolerancia,
Víctor Mario, Vitatutas y yo, cada uno con su respectivo billete de
dos pesos en el bolsillo de atrás. Nos pescó Persy,
una prostituta veloz, y en su bolsa dejamos nuestra inocencia y el
billetito.
A partir de ese momento, nos dedicamos a la seducción desencadenada,
a ver cuál llegaba más lejos,
apuntándoles a las reinas de los cien barrios caleños, en especial a
las de Salomia.
No se por qué de Víctor Mario se enamoraban todas, tal vez porque
era bueno bailando bolero
y porque los senos de las parejas le daban a él también en las
tetillas del pecho,
mientras que a Ramiro y a mí nos daban por el ombligo, haciéndonos
difícil el amacice.
Se traía una carreta de parlanchín que todos envidiábamos, y era
porque había leído un libro usurpado del tocador de una de sus
hermanas intitulado El secretario de los amantes.
“Nunca pensé que el amor alcanzaría para mí en la repartición, por
eso me parece una bendición conocerte”, les decía a todas al
presentarse.
“Víctor Mario Martínez, un amigo más, dispuesto a ser tu novio si no
lo piensas dos veces.” Y todas caían.
Yo mientras tanto enfrascado en Las cuitas del joven Werther.
Sacaba pecho porque la suya era una bicicleta Monark, con cornetín y
parrilla, caramañola y lámpara cortaniebla,
que le habían procurado sus hermanas con el sudor del ombligo,
mientras las nuestras eran humildes Philips peladas de guardabarros.
Lo veíamos pasar portando en la barra su último levante, rozándole
el trasero con el muslo derecho cuando el pedal ascendía.
A pesar de su
contextura, en una ocasión de puños le puso un ojo verde al negro
Mañosca, lo que nos hizo cogerle miedo y
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respeto.
La vez que nos
fuimos a las trompadas, a la salida de la escuela, a la vuelta de la
iglesia, cariados por los amigos,
en un momentos en que nos agarramos cuerpo a cuerpo en una posición
imposible, mordiéndonos las orejas,
sacó las uñas y me aruñó la mejilla.
Me dejó una cicatriz similar a la de Scarface, que solo se me
desvaneció con los años a punta de saliva en ayunas y concha nácar.
Fue el primer caleño que viajó a Bogotá en avión, por cuenta de su
poderoso cuñado,
se presentó por televisión en blanco y negro en un programa de
concurso donde se ganó dos mil pesos –al regreso lo reconocía todo
el mundo–
y nos contaba que las calles de la capital eran cuatro veces más
anchas que las nuestras y se andaban de doble vía.
La penúltima vez que lo vi tendríamos diez y seis años, jugábamos
una partida de billar pool y apostábamos los mil pesos que nos
quedaban.
Yo estudiaba en Santa Librada y él en el Colegio Villegas, lo que
nos daba pie para hacerle chistes por la fama de ‘taladro’ del
director.
Llegó una patrulla de la policía y nos llevó por ser menores de edad
pero él con su labia de leguleyo convenció al inspector de que nos
soltara.
“Como somos menores que sabemos lo que es vivir con todas las de la
ley, todo el mundo nos pone bolas”.
Pensé que cuando la vida me arrinconara hacia la escritura
escribiría algo sobre semejante bacán. Hace poco publiqué mis
antimemorias
y él es el protagonista infantil. El que se las sabía todas, menos
una, la que sabemos.
Le hice la cacería para dedicárselas pero me fue imposible pillarlo.
Sólo encontré que desde que se jubilara en la fuerza aérea se había
volatilizado en la tierra.
Estaba recibiendo un premio de poesía cuando me llamó Vitatutas,
quien estaba más perdido que el hijo de Lindberg,
para desearme feliz navidad y participarme de la cesación del ciclo
de Víctor Mario, mi personaje inolvidable, el héroe de mi infancia,
de una falla mecánica del corazón, en Miami, donde vivía sus altas y
bajas con Yolanda, control de sus desenfrenos.
Se lo contó Luis Alberto Rincón, otro jubilado de la air force, a
quien con su pensión le entregan siempre la nómina de decesos.
Había sido su subalterno y había leído emocionado mi libro,
donde aparece la fotografía instantánea de la última vez que nos
encontramos, caminando la séptima bogotana, en 1962.
Qué vaina. Ese día hubiera podido pagarle los mil pesos de la
partida de billar pool, que me tenía prácticamente ganada cuando
llegó la patrulla.
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