Simpatía por el demonio
Por: Jotamario Arbeláez
La veterana modelo y actriz de cine y televisión, poseedora de la
tetera más bella de los años 70, Esther Farfán,
me llamó a su casa para que le ayudara a su hijo en una tarea acerca
del nadaísmo.
Acudí puntualmente porque el hijo no estaba, a responder el
cuestionario y tomar un poco de té de jazmín, que ella lo prepara
exquisito.
Me dirigí por el ascensor estelar al penthouse donde habita al
compás del rock.
Entre la puerta del ascensor y la suya un gran cuadro de Brian Jones
tocando la flauta.
Me invitó a pasar luego de recibirme el compact disk de Tom Waits
que le llevé de regalo.
Me dijo en la cocina, mientras degustábamos la infusión, que Andrew
Oldham, su esposo –exmanager de los Rolling Stones–,
había llegado de Inglaterra como todos los años por esta época y
estaba en el piso de arriba remachando su autobiografía, Stoned, que
si quería cenar con ellos. Le contesté que encantado, intrigado por
conocer al exjefe de Mick.
Frente a un afiche de Their satanic majesties request / Sus
Majestades Satánicas ordenan, mientras la perrita tomaba leche
soyada
y sonaba en el ámbito The last time (“You don’t try very hard to
please me With what you know it should be easy”. “No te esfuerces
demasiado por satisfacerme Por lo que tú sabes eso es fácil”),
contesté como pude las trabajosas preguntas acerca del grado de
absurdo que soporta nuestra poesía,
¿Qué es el nadaísmo en los universos paralelos?, ¿Cómo se distingue
un nadaísta de un mutante?, ¿Cuántos nadaístas se necesitan para
cambiar un bombillo en el Circo Eléctrico?, y me dispuse para la
cena
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trascendental.
El hombre era todo un gigante en inglés, pero tenía un dispositivo
electrónico en forma de loro sobre su hombro que iba traduciendo
cuanto decía.
Habló: “Please allow me to introduce myself: I’m a man of wealth and
taste. Pleased meet you, hope you guess my name”.
Y el loro tradujo impecable: “Por favor, permíteme que me presente:
soy un hombre poderoso y distinguido... Me alegro de encontrarte,
espero que adivines mi nombre”.
Al hombre se le pusieron los ojos rojos como brasas. Sentí deseos de
mirarle los pies por debajo de la mesa, sospechoso de encontrarme
con las pezuñas de Pan.
Se me puso la carne de gallina al pensar que me hallaba en frente
del demonio en persona, pero el rostro de mi amiga sirviendo viandas
deliciosas, todas verdes, nada de carne, tuvo el poder de
tranquilizarme.
Ella le contaba a su esposo en un inglés infernal lo que había
significado el nadaísmo para el espíritu de la juventud colombiana a
partir del año 60.
Cómo estos “profetas de la nueva oscuridad” habíamos cambiado el
rostro al poema y aún al comportamiento amoroso, con la pequeña
ayuda de sus amigos la cannabis y el rock.
Para seguir el juego, le puse de presente que había utilizado como
epígrafe de mi rabiosa obra amorosa el canto de Jagger:
“Se me dice, a veces, que amo demasiado fuertemente. Pero creo,
creo, que una mujer no debería ser amada de otra forma”.
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De súbito sentí por debajo de la mesa que sobre mi pie derecho se
había posado uno de sus delicados y cálidos escarpines.
Al principio lo mantuvo inmóvil haciendo una cierta presión
deliciosa, pero de un momento a otro comenzó a moverse a un ritmo
sostenido y sin compasión, como hacía uno en las solitarias noches
de adolescencia,
como hacía Jagger a veces en el escenario.
Yo le miraba el rostro imperturbable, sirviendo aulagas.
Me dije para mis adentros que las mujeres son capaces de engañar
hasta al diablo en sus propios cuernos.
Él continuaba hablando: “What’s puzzling you, is the nature of my
game”, y el perico dándome su versión: “En realidad lo que te
despista es la clase de juego que me traigo”.
En el placer amoroso soy dado a lo subrepticio, pero el estímulo
creciente con el paso de los eternos minutos era demasiado para
mantener el semblante inmutable. ¿Cómo haría ella?
Se me empezó a poner eléctrica la aguja del kundalini. De pronto no
resistí la emoción –que a partir del tobillo me llegaba a las
neuronas–
y emití un suspiro espasmódico, mientras ponía mi mano derecha sobre
su rodilla bajo el mantel y apretaba sin temor a las consecuencias.
Esther me miró desconcertada abriendo los ojos como platos y se
levantó de inmediato hacia la cocina.
Andrew saltó a su vez presuroso a contestar el teléfono como si le
llamara Keith Richard, con quien comenzó a carcajearse.
En medio de mi viscoso estupor vi salir de debajo de la mesa a la
perrita ‘Satisfaction’ moviendo la cola.
Rojo de la vergüenza corrí en busca del ascensor llevándome pegada
de los pantalones la servilleta.
Oí que subía el volumen en el cuadrafónico con la canción Simpatía
por el demonio. (“Use all your well-learned politesse Or I’ll lay
your soul to waste”. “Usa todas tus condenadas buenas maneras O
arrojaré tu alma a la basura”).
Desde allí comenzó mi infierno. Sueño todas las noches con la
perrita.
El País. Feb. 8-2005
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