Pereira, Colombia - Edición: 13.280-860

Fecha: Martes 18-06-2024

 

 COLUMNISTAS

 

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Gabo al teléfono

Por: Jotamario Arbeláez

 

La primera vez que lo vi, con estos ojos que se han de tragar los libros, fue una tarde lluviosa de 1963, como todas las de Bogotá por esas calendas exigentes de gabardina, sombrero y paraguas, los que tenían, porque los provincianos no pasábamos del buzo y los zapatos con las suelas cariadas. Me encontraba en El Cisne, ese legendario refugio de bohemios y balas perdidas de la carrera séptima, cerca del puente en construcción de la 26, dándome el lujo de un tequila con lo que me había pagado Guillermo Cano por la publicación del cuento Eres un gigolo con cerebro de anjeo, en el magazín de El Espectador. Subrayaba un párrafo interminable del libro de Samuel Beckett, Malone muere, que era mi Biblia, cuando entró por la puerta batiente, a la manera del cow- boy que se tragó el oeste, con chaqueta de lana de cuadros rojos, pantalón de dril caqui y mocasines de goma. Como ocupaba la primera mesa, y el establecimiento estaba casi vacío, se encaminó hacia mí con su espeso bigote y su protuberante lunar en el pómulo: “¿Has visto a Martatraba?”, fue lo único que me dijo, como martillando una aldaba. Le contesté que había entrado unos minutos antes y me había preguntado: “¿Has visto a Garciamárquez?” y, como le contesté que no, se había ido con Gonzaloarango, que llegaba en ese momento. Pero yo estaba a punto de síncope por la emoción de conocer la armazón orgánica de “el monstruo”, luego de la estructura armoniosa de “la papisa”, y que me hubieran dirigido la palabra. Acababa de leer La hojarasca y me había deslumbrado, a causa de su evidente paralelo con Mientras agonizo, de Faulkner, que había devorado horas antes. Carajo, me dije, si esto se puede hacer en literatura, entonces yo también voy a incursionar siguiendo este método. Recién había repasado Han cortado los jazmines, de Dujardin, y pensé que impostando ese curso de monologar hacia adentro podría algún día resultar con algo. Y en ello sigo.

 

 

 

Cuarenta años después, invitado por el poeta José Ángel Leyva, asistí a la Feria del Libro en El Zócalo, la inmensa plaza de ciudad de México, y al entrar en la habitación del hotel, sobre la mesilla, hallé una invitación a cenar esa noche en el Hilton, de parte de García Márquez. Allí me hice presente, con un ejemplar de Molloy, segundo volumen de la trilogía de Beckett que culmina con El innombrable, que perdí en un casino. Había otros invitados, entre ellos el poeta Matraca, el novelista Evelio Rosero, el estudioso Hernando Cabarcas y el joven periodista Antonio García. En medio del abundoso whisky con soda el patriarca nos reportó que antes de Cien años de soledad nadie había reparado en él en Colombia. Aparé el trompo en la uña y aproveché para comunicarle de mi conmoción el día remoto cuando lo conocí, por la previa lectura de su noveleta bananera. Rompí el hielo. Ya se imaginarán quién hizo alusión a Óscar Collazos, con el ánimo de sembrar un mal chiste, A lo que Gabo lo paró limitándose a decir: “¡Que conste que lo quiero mucho!”

Después de la cena, su generosidad –que es Mercedes– nos condujo al Bar Siqueiros, previa contratación telefónica de una cantante que admira; micrófono en mano cantó él mismo no sin antes apagarme la grabadora. “Pero mira que prefiero grabar tu voz cantante en vez de someterte a una entrevista”. “¿Y quién dijo que yo te la iba a dar?”. “Desde hace rato me la estás dando”, le dije y volví a encenderla. El caso es que luego del whisky a raudales rodado, y antes de despedirnos al amanecer, a Matraca y a mí nos dijo que nos esperaba al día siguiente en su casa “a comer”.

 

Salí temprano a dar vueltas por entre las obras de los muralistas en el Palacio de Bellas Artes, acompañado del que aún por entonces consideraba mi amigo, a quien pronto se le empezó a descomponer el cerebro y a trasvasar con sus intestinos, supositorio de sí mismo, y no tuvo empacho en inyectar infamias a todo poeta sano, sobre todo si algún premio o triunfo lo distinguía.

 

Éste me demandaba a cada rato que telefoneara a casa de Gabo para consultarle a qué horas le parecía que llegáramos. Pero yo había tomado al pie de la letra colombiana el término “a comer”, como si

 

 

 

fuera en la noche. Sin reparar en que en México así se le dice a lo que para nosotros es el almuerzo de medio día. Así que dejé pasar las horas hasta las 3:30 p.m., cuando me avine a llamarlo, desde un teléfono público ruinoso en una de las esquinas del Zócalo. Me contestó él, y yo, en el colmo de la estolidez, le pregunté por Mercedes. A ver si ella nos lo hacía pasar. Cuando supo quién era se rio de mi bobería. Me increpó porque los habíamos dejado esperando. Que ya era muy tarde. Que ya habían levantado la mesa. Que ni nos imaginábamos de lo que nos habíamos perdido. Pero que pusiera atención, que era muy importante lo que tenía que decirme.

 

 

En ese momento comenzaron a sonar los altoparlantes de estruendo de la Feria del Libro, anunciando sus novedades, entre ellas las ediciones de los libros del primer escritor del mundo. No oía nada, no escuchaba ni cinco de las palabras pausadas del Nobel. Le estiraba el auricular a Matraca a ver si el sordo era yo y él tampoco oía nada. Y yo me sentía incapaz de interrumpirlo para decírselo, y pedirle que me permitiera ir hasta mi habitación del hotel a repetir la llamada. Habló más o menos veinte minutos, yo sudando impotencia y reinsertando monedas inútiles. Imagino que me dijo todo lo que sentía por el nadaísmo, por nuestra obra, por nuestro pasado o futuro. Nos ponía en el patíbulo o en el pináculo: todo lo que aventure es mentira. Sus palabras se las tragó el viento de la comunicación imperfecta. A duras penas habrán quedado grabadas en los Archivos Akásicos. Y ni modo de pedirle que las repita. En todo caso, muchas gracias.

Febrero 28, 2007

Del libro El excelentísimo Gabo y los burros costeños.

 

 

  

 

 

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