Pereira, Colombia - Edición: 13.308-888

Fecha: Martes 02-08-2024

 

 COLUMNISTA

 

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El cielo para mí solo

Por: Jotamario Arbeláez

 

Los ángeles que tendría destinados conocer en el cielo ya los he disfrutado en la tierra. Desde antes de que me llegara el Señor a través de la respiración y de la enseñanza, comencé a tratarme de tú a tú con sus mensajeros. Ellos me han develado el Reino paso por paso. Y me han hecho un adelanto del sublime ardor. Incluso estoy saturado con los atisbos de la visión beatífica. No sé por qué me fue dada la bienaventuranza previa. Vergüenza me debería dar con la desamparada criatura humana, tan urgida de reivindicaciones y redenciones. Desde muy temprano me metí donde nadie me había llamado, a través de los libros sacros y la comunión con las milagrosas sustancias de la química natural y el laboratorio. Tuve la gracia de conocer desde joven a jóvenes que no eran otra persona que el mismo ángel caído tratando de levantarse y supe, si no desde el principio por lo menos antes del fin, aplastarles la cabeza contra una piedra.

 

Caí en todas sus tentaciones y de ellas me levanté como alma que salva el ángel. Alguien llevaba mi mano y no dudo que era por obra de la mano poderosa que creó el mundo. Alabanza, alabanza en la tierra y en el aire y en el agua y en el fuego, sitios por donde he danzado la danza de los profetas. La divina Providencia se ha pasado de generosa conmigo y nada hasta el momento le he dado a cambio. Cantando bajo la lluvia he chapoteado en la superficie de este planeta y aspirado la atmósfera viciada del porro que enciendo con una antorcha. Todos mis sentidos se han incendiado y era bueno el incendio de mis sentidos. La música de las esferas ha sonado en mi tocadiscos. Me alimenta y me llena el olor del pan saliendo del horno. Con la piel de mi lengua saboreo otras pieles deliciosas como licores. Tan maravillosas como las nubes que pasan por sobre este extraordinario extranjero bodeleriano, son las ramas de las matas del ingreso de mi edificio, cuando el piloto automático que me guía –al que otros llaman el ángel de la guarda que me protege– pone a girar la sola llave maestra de mi llavero.

 

El ascensor me sube de las mechas a mi habitáculo, haciéndome recordar a Elías en su silla de fuego. Enciendo las luces de la estancia y refulge un techo estrellado. Los cuadros de las paredes figurativas estallan en aplausos porque he llegado libre de todo mal y peligro. Encuentro a mi mujer sumida en el sueño que es otra forma de paraíso, cuando no entro a molestarla con mi mano de pesadillas. Cuando llegue a casa hoy a la noche la voy a abrazar fuerte, la voy a amar hasta que las velas no ardan. Pero he llegado más espiritual que sensual, lo que no se excluye. Mi mujer estará la noche de

 

 

 

los tiempos en esta cama, mas no quiero perderme de estar primero con el espíritu de la noche, que se me escapa. Me encierro en la crepitante biblioteca y comienzan a mostrárseme en el silencio los autores de cada libro, sobre todo los canónicos que son escritos por tantos y los apócrifos, que son escritos por otros tantos pero farsantes –según quienes dieron su aprobación a los iniciales–, mientras el equipo destila, instrumento por instrumento y nota por nota, la música enrocada de unos caballeros del Imperio Británico, enviados por la cúpula celeste a apaciguar a los pecadores.

 

La chica con ojos de calidoscopio, Lucy en el cielo con diamantes, la santísima dosis, la sabia demencia. Siento como si me llegara una esquela retrasada de Timothy Leary. Morning glory. Las puertas de la percepción deben ser abiertas en casa. No voy a afirmar que la visión de la luz divina es la de mil soles, eso fue lo que vieron los japoneses de Hiroshima sobre la Plaza de la Paz. El rostro del Señor es luz congelada que en ninguna parte refleja, una luz que no deja ver, porque en medio de tal luz no hay nada qué ver. Luz que no entra por los ojos por muy espirituales que ahora sean, sino por toda la piel gloriosa y gira por el interior de lo que fuera el cuerpo físico que terminó disuelto en el éter. Los que levantan los ojos al cielo para implorarle, como si no fuera azul también la mirada, se pierden del cielo ofrecido a los mortales por esta conjunción de tiempo y espacio que es el presente divino.

 

Cuando llega la medianoche, cantada por un íngrimo campanazo de la iglesia de Cristo Reina, reforzado por el pito del celador y el perceptible susurro de la circulación de la electricidad por los cables, siento el espíritu de Swedenborg bajando del estante a invadir a la vez el estudio y las aurículas de mi alma, tan dada a vivir sin descanso esta vida llena de vidas.

Hay muchos mundos pero están en este, apuntó Paul Eluard al respecto. Llegué a pensar que para escribir como Dios manda y enriquecer la Biblia que es la Palabra, había que llenarse de Joyce los pulmones y las concavidades de Kafka, y escudarse en la heráldica de Durrell, y empaparse de las picardías de Nabokov, y continuar la saga erótica de ese valiente hijo de sastre que es Henry Miller.

 

Pero desde que caí en manos de este visionario chueco Del Cielo y el Infierno que es Swedenborg, mi conciencia de las palabras y de lo que a ellas puede hacerse decir dio un giro de circunferencia y media con escala en el cuadrado de la distancia.

 

Desde entonces me instalé en las casillas angélicas y me familiaricé con las costumbres de estas aladas entidades invisibles que solo algunos ojos llegan a entrever al trasluz con una pequeña ayuda de ellas mismas ansiosas de aparecer a quien las merece.

 

 

 

 

Que me corten una mano y con seguridad que me renacerá enseguida si sigo de la mano del ángel que me lleva de la mano por el mundo de la escritura.

 

 

¿No escribo como un ángel, doctores poco angélicos, como tan poco acostumbrados a la pluma del ángel? Aunque ya les enseñaré que no son plumas, ni son alas –ni son jorobas en la sombra como aventurara Cocteau–, sino figuras tal cual las de carne y hueso, en ocasiones capaces de fingir pasiones humanas.

Díganme a mí, arropado por su plumón de caricias, puesto de rodillas en su homenaje, aleccionado por sus salves gloriosas que ventean del este del paraíso al oeste de las ventanas de mis oídos, engreído por ego del bien que debe ser más una falta faltorum, que una virtud teologal consagrada.

 

Nací bueno, como todos los hijos de Juan Jacobo Rouseau, pero la sociedad se encargó de hacerme mejor y más malo. No tuve cuna de satín ni empaque de noble, ni hubo señales particulares en el cielo desfondado de la casa de las agujas. Nací por gestiones de Sagitario con ascendente en Géminis en el solsticio de verano, asistido por una comadrona invencible que me regaló mi primera copa de plata. Padre expectante no sabía qué iba a ser de mi vida, la de este intruso mayor en la cama de la pareja, él, que se demoraba un saco y un pantalón por semana, cuando había cliente. Comeremos del mismo plato, decidiría comenzando a considerar la familia como un solo cuerpo dual al que le iban saliendo bocas, como en realidad le salieron ocho. Éste es mi hijo amado, en quien buscaré complacerme. Para que viva y se convierta en un hombre de mundo, de esos que no se dejan sacar del puesto, astuto como serpiente y manso como paloma, no daré paz a mi mano con las tijeras, ni con los pies a los pedales, ni a la casa con las agujas.

 

Vivirá, dijo la partera dándome una palmada colorada en la nalga izquierda, que me hizo soltar un llanto alborozado del que la familia conserva vivo el recuerdo. Un nuevo ser había despuntado sobre la existencia terrestre, a engrosar el género humano, de piel blanca y ojos oscuros, de apellidos Arbeláez Ramos, de clase media baja en casa alquilada, en Cali, Colombia, carrera 4ª número 20-60, en el barrio San Nicolás.

 

Ningún paraíso terrenal, por entonces.

 

 

  

 

 

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