Pereira, Colombia - Edición: 13.451-1031 Fecha: Martes 01-04-2025 |
COLUMNISTA |
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Piedad con el que sufre
Por: Jotamario Arbeláez
Perder
un hijo es el dolor más grande para un ser humano. Se ha dicho, se
ha repetido y se ha terminado por aceptarlo. Preguntadle a María y a
Charles Lindberg. De ese sufrimiento difícilmente se reponen los
padres. He visto -y lo he sufrido en carne propia- a madres y padres
desquiciados por la desaparición de una hija o un hijo, al extremo
de no volver a pisar la tierra. "Mirad esta maraña de espinas", dice
el escritor Nabokov para describir su penar. Sucede que se pierden
en accidentes, o en asesinatos, víctimas del azar criminal, lo que
supone un imprevisto quebranto en los cimientos del alma. Pero
también sucumben bajo el peso de desgarradoras y prolongadas
enfermedades, para hacer más cruel el padecer del paciente y de sus
pacientes velantes. Y en algunos casos, por rabioso suicidio
impulsado por el mismo mal, por disturbios en el organismo como
efectos colaterales de una droga para una molestia corriente. Como
es el caso.
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como aconseja la Academia que se les diga, no es monedita de oro, como no lo es casi ningún escritor vivo. Se ha forjado un prestigio que le ha generado las previsibles malquerencias. Con los otros, como consigo misma, ha sido rigurosa, implacable y exigente. Su último premio le fue concedido por la Casa de América, en España, y a las pocas horas se despeñó la tragedia.
Recibió desde New
York la tajante noticia por el teléfono, de parte de su hija: "Mamá... se mató
Daniel". Luego del paroxismo, viajó con su esposo al edificio desde cuya terraza
se precipitara su niño, a recoger sus trebejos. Y como la literatura es y ha
sido su pasión y su centro, decidió a través de ella conjurar ese dolor y aun
esa muerte, expresarla sin ocultar las repelentes palabras esquizofrenia y
suicidio, y en menos de dos años tuvo listo el más conmovedor expediente. Como
si obedeciera un mandato: Parirás por segunda vez a tu hijo muerto con todo el
dolor de tu alma, la agnóstica se lanzó a hacerlo. Y lo logró. A partir de ese
libro, Lo que no tiene nombre, hoy Daniel tiene vida eterna gracias a la cuajada
obra inmortal de su madre coraje. Es un libro casi perfecto (no detecto el
defecto para sostener este casi) que va a permanecer en la historia de los
testimonios literarios, por su belleza a prueba de pesadumbre, a la manera de La
ceremonia del adiós, de Simone de Beauvoir.
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al destino ni a la crueldad de los dioses. A lo sumo, a los laboratorios que producen el médicamente Roacután, contra el acné juvenil, que, de acuerdo con la descripción de efectos adversos de uno de sus laboratorios, podría haber desencadenado la esquizofrenia de su muchacho. Ella no lo afirma tajantemente, no vaya a ser víctima de una demanda de las poderosas multinacionales que trabajan la sustancia isotretinoina, y allí sí se le acaben de parrandear la vida. Cuando quien debería demandar sería ella.
Diez años enfrentó la dura ternura de Piedad Bonnett la enfermedad de su hijo, sumergido en el arte pictórico, tal vez como catarsis para conjurar su mal. Tuvo un brillante paso por la Universidad de los Andes, llegó a ser profesor, y viajó a los Estados Unidos a continuar sus estudios. Todo ello, y la crisis durante el viaje a Brasil, lo cuenta Piedad con el rigor de un serrucho.
Lo que no tiene
nombre, qué título. Según ella, obedece a que a un joven lleno de talento y de
sueños se le despierte una enfermedad que lo obligue a acudir al suicidio y que
nadie pueda hacer nada. Aunque, para mí, lo que no tiene nombre es que un
canalla, que en los últimos años la ha venido ultrajando con la palabra, lo haya
seguido haciendo en el momento de su desgracia, dolido porque acababa de ganar
el premio de literatura.
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