Retrato del nadaísta cachorro
Por: Jotamario
Arbeláez
El río Cali
El río Cali es
raudo y profundo. No es apto para bañarse como el Santa Rita y el
Aguacatal, sus afluentes de la cercana periferia, donde los domingos
madrugamos a tirarnos desnudos.
Atraviesa la ciudad y la ciudad lo atraviesa por el Puente España,
vecino del charco donde se ahogó un burro famoso;
el Puente Ortiz, con una leve precipitación que marea;
el Puente de los Bomberos, cuyos bordes son unos arcos altos,
y el puente de la calle 25, por la que pasa además el puente del
tren.
Cuando se crece amenaza con llevarse los puentes.
Y forma varios ramales en su cauce arenoso, a los que me dirijo con
paso firme sobre mis botas de caucho, los días que me escapo de la
escuela San Nicolás.
Queda a tres cuadras de la casa hacia la carrera primera.
Con un tarro vacío de galletas y la tela de un costal incursiono en
sus profundidades, en busca de esos pequeños peces multicolores
llamados cupis , o de corronchos, los pescados más feos del agua
dulce.
El sol cae a plomo derretido sobre mi pequeña cabeza a la orilla del
manso río.
La primera vez vine con Ramiro, que tiene zancas de grulla. Un
moreno alto que estaba en el caño con los pantalones arremangados
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nos enseñó a meter las manos por
entre los fangosos matorrales del fondo y sacar un
grueso pescado
cabezón
con antenas,
que al uno sobarlo
le pasa un corrientazo que hace que uno lo suelte para querer volver
a buscarlo para volver a sentir el escalofrío y así se pasan las
orondas horas del día.
De pronto oigo el
grito insolado de mamá que me llama caminando por el borde del muro
que sirve de contención para que no se inunde el barrio. Maaariooo!
Salgo del charco como sapo de ojos saltones antes de que ella pierda
el equilibrio y se precipite.
Me pega un coscorrón sobre la cabeza caliente y un regaño que me
revienta los oídos.
No sólo porque haya capado clases sino porque por estos sitios,
dice, hay hombres corrompidos que quién sabe qué puedan hacer con
los niños, hasta ahogarlos.
Me lleva para la casa y Ramiro se queda jugando con el pescado.
De retorno a casa camino con la cabeza gacha, no sólo por el
molondrón en el sitio más sensible de la cocorota ─lo que me puede
dejar bruto como ha dictaminado la abuela─,
sino por la cantaleta materna de que cómo se me ocurre desertar de
la instrucción de la escuela por este caño salvaje donde puedo
contraer una pulmonía o picarme un bicho,
y que debería agradecer el esfuerzo que hacen para darme una
educación, no sea que le salga a la abuela que ni siquiera firmar
sabe,
y señoras humildes salen a las puertas de las casas y me miran con
aire de reprobación
mientras contemplo en el agua turbia del tarro de galletas que lo
que consideraba mi pesca milagrosa de milimétricos peces iluminados,
no es más que un iracundo banco de renacuajos.
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