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Fundado en Julio 9 de 1948
Pereira - Colombia. Año 61 - Segunda época - Nº 12.430-10 -Fecha: 09- 30-2009 |
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Artes
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Un campesino que sueña con llegar a ser el mejor pintor costumbrista de la historia. Lo avala su Exposición en el “Bolívar Plaza” de Pereira. Por: Rubén Darío Franco Narváez
Inspirado por el costumbrismo de la arriería colombiana, el pintor autodidacta Edisson de Jesús Rúa Rúa, se proyecta en el universo artístico: entre el barro, el zurriago, la recua, la mulera, el machete, el olor a cagajón y boñiga; el trinar de los pájaros multicolores, la suave música de la cascada, el ecológico verde natural, el lienzo, el óleo, los pinceles, los colores y los gritos alegres de su pequeño hijo Alejandro. No es un pintor cualquiera, es un verdadero profesional que hace honor a sus raíces campesinas, recorriendo a lomo de mula las ásperas trochas de Andes – Antioquia y la arisca geografía de Montenegro Quindío. Fue un arriero verraco de alpagartas y mulera; y, lo sigue siendo a través de sus cuadros que adornan museos, mansiones y salas de la alta sociedad en España, Estados Unidos e Inglaterra donde están radicados sus selectos clientes. EXPOSICIÓN EN EL BOLÍVAR
Desde el pasado Sábado 5 de Septiembre hasta el final de este mismo mes, Edisson de Jesús Rúa Rúa, de 44 años de edad, nacido en Andes Antioquia y radicado desde hace 32 años en Montenegro –Quindío, viene exponiendo 20 de sus imantadas obras en el centro “Bolívar Plaza” de Pereira. Se desprende de la apreciación de los visitantes que su mejor cuadro de la Exposición es: “La Cena”, donde Jesús al igual que sus Apóstoles están vestidos con indumentaria de arrieros colombianos, brindando con café y pan antioqueño. El artista coincide con sus admiradores: “Esta es mi mejor obra de las 900 que he pintado”. Le sigue en importancia, en esta exhibición, “Comed y Bebed que este es mi cuerpo y mi sangre”, se refiere a la misión cumplida por Jesús en el planeta tierra, pero con características artificiosas que reflejan la realidad del pueblo colombiano.
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RECORRIDO Edisson de Jesús Rúa Rúa, es un campesino consagrado desde hace 24 años a la pintura; de los cuales, la última década, la ha dedicado profesionalmente a este arte matizado por el costumbrismo en óleo sobre lienzo. Está casado con la dama campesina Nelly María Castañeda, y le da aliento su único y juguetón hijo de cuatro años de edad: Alejandro Rúa Castañeda. En sus inicios, desde el 85, Edisson pintó por hobby; y, siguió su carrera autodidacta ya con recorrido profesional desde hace diez años; durante los cuales, ha expuesto en: “Bazar Europeo” en Bogotá, en el Parque Nacional del Café en Montegro, Hotel las Heliconias del Quindío, Club Andino de Montenegro, Sociedad de Mejores Públicas de Armenia, el Hall de la Gobernación de Armenia; en Medellín expuso en la Plazuela del Artista en el Poblado; El Palacio de la Cultura en Pereira; Viterbo, Santuario; Galería Arte Marcos en Pereira; invitado al aniversario No. 34 del departamento año 2001; en el Segundo Salón Bat 2007 en Bogotá, entre l603 participantes ocupó el puesto 14, con la obra BARICHARA que le dio la vuelta a las principales salas de exposición de todo el país. Setecientas Obras de Rúa Rúa están en España, Inglaterra y Estados Unidos. LA MEJOR Y LA PEOR OBRA
Plasmando vivencias propias como campesino, como ayudante de su padre con: mulera, carriel, sombrero, alpargatas, machete al cinto y silvando a la recua, Edisson Rúa Rúa, considera como su máxima obra: “LA CENA”, y su peor cuadro :“La bella y la bestia” donde está un león con cuerpo de hombre y una bella mujer Boteriana recostada sobre él y, en lo alto, la luna llena; considera este cuadro, como el más malo por las duras críticas que hicieron sus clientes sin llegar a comprender su verdadero significado. Este humilde campesino, a los 44 años de edad, sueña con llegar a ser el mejor pintor costumbrista de la historia y se identifica con Shaw: “Los espejos se emplean para verse la cara; el Arte para verse el alma".
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Jaime Mejía Duque, genio y figura
Por Eduardo García Aguilar
Jaime Mejía Duque fue la primera persona que busqué en Bogotá cuando llegué allí a los 18 años para iniciar mis estudios en la Universidad Nacional de Colombia. De inmediato me recibió en su oficina del Ministerio del Trabajo donde trabajaba como jurista y después de largas conversaciones en los cafés de la séptima y visitas a librerías emblemáticas del centro, me abrió las puertas para publicar en Lecturas Dominical es de El Tiempo, dirigido por Enrique Santos Calderón, entonces su amigo entusiasta y generoso joven de izquierda. En su órbita se discutía con pasión sobre literatura latinoamericana y colombiana y se buscaba analizar las tendencias de las letras continentales en tiempos de auge del irrepetible boom de la novela latinoamericana, cuando autores extraordinarios como Alejo Carpentier, Miguel Angel Asturias, Guillermo Cabrera Infante, Augusto Roa Bastos, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, José María Arguedas, Julio Cortázar, José Donoso, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa irrumpían a nivel mundial, pues nuestro continente estaba de moda en el mundo por las ilusiones que suscitaba su probable camino hacia la revolución encabezada por el mito crístico del Che Guevara. Después de las presentaciones de libros, conferencias o entregas de premios literarios universitarios, recalábamos todos en grupo en algún bar restaurante cercano a la carrera séptima, como ocurrió aquella vez en que llegó a Colombia el joven narrador Oscar Collazos, entonces la estrella máxima de las letras jóvenes continentales tras su conocida polémica con Julio Cortázar y Vargas Llosa, publicada por Siglo XXI editores. Mejía Duque encabezaba la mesa y la literatura era nuestro reino. Alto, c ejón, cegatón, manco, pero de una elegancia de cachaco impecable, con la otra mano alzaba la cerveza entre la humareda del antro y reía sin perder la compostura. El país no imaginaba entonces hasta dónde llegaría en materia de horrores y sorpresas sangrientas. Hasta dictador mafioso tenemos ahora. Aún caminaban por ahí León de Greiff y Aurelio Arturo y el fantasma de Baldomero Sanín Cano todavía estaba fresco. Aquel momento de euforia colectiva no volverá a repetirse: la literatura latinoamericana era de una variedad asombrosa y había lugar allí para todo tipo de expresiones en el campo de la ficción, fueran ellas borgianas, barrocas, costumbristas, neorrealistas, experimentales, mágicas, agrarias, urbanas, eruditas, absurdas, crípticas, comprometidas, procaces o macarrónicas. La poesía, encabezada por la maestría viviente del gran Pablo Neruda, irrigaba toda la geografía continental hundiendo sus raíces en el modernismo y estirando sus brazos y manos abiertas a todo tipo de experimentaciones, a través de las |
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vanguardias. Y al lado de esa pléyade de autores y multitud de obras notables escritas y publicadas entre los años 50 y 70, vibraba con derecho propio el ejercicio del ensayo y la crítica con nombres inolvidables como Emir Rodríguez Monegal, José Miguel Oviedo, Fernando Ainsa, Angel Rama y J aime Mejía Duque, Hernando Valencia Goelkel, Oscar Collazos, Isaías Peña Gutiérrez y Juan Gustavo Cobo Borda, entre los colombianos. Desde todos los países surgían obras que circulaban frescas entre las diversas capitales y a diferencia de esta primera década del siglo, dominada por productos editoriales desechables de consumo inmediato, se trataba de obras monumentales devoradas en colegios y universidades por una generación enfebrecida por los campos magnéticos de la historia en movimiento. Mejía Duque era una antena de esa inquietud en la Bogotá de los años 70 y en torno suyo jóvenes y contemporáneos intercambiábamos libros y discutíamos sin cesar sobre el fenómeno en curso. Después de cuatro décadas de reino ininterrumpido de Gabriel García Márquez, autor aclamado unánimente por toda la crítica y la prensa literaria mundiales, es difícil entender para quienes no vivieron esos momentos lo que significó ser testigos de la verdadera declaración de independencia cultural y artística de América Latina. Ahora es algo ya admitido, pues pasada la efervescencia revolucionaria de aquellos años, los logros culturales se solidificaron en las mentalidades, pero entonces, cuando el continente luchaba por desatarse de las garras del cruel imperio norteameriano, cómplice y autor de los más grandes crímenes para apuntalar a dictadores locales, esos acontecimientos históricos irreversibles suscitaban una agitación intelectual poco vista en universidades, cafés y librerías. Desde la adolescencia tratábamos de desentrañar los aracanos de la historia, estudiando a la luz de los grandes pensadores del momento los procesos históricos de la humanidad y la aventura del pensamiento. En esos tiempos de inquietud política latinoamericana marcada por los asedios de la ultraderecha y las dictaduras, las acciones imperiales violentas de Estados Unidos y el auge opositor de las ideas marxistas agenciadas por la Unión Soviética, China y Cuba, Mejía Duque era un « intelectual orgánico » que analizaba las tendencias de la cultura latinoamericana del momento, rebelde, leal a la causa de la revolución, pero nada ingenuo ante las fisuras y vicios del bando insurgente y los problemas detrás del Muro de Berlín. Este abogado erudito y riguroso pertenecía a una generación estudiada en las universidades de Rusia, Alemania del Este y otros países de la órbita soviética situados tras la cortina de hierro en plena guerra fría, y que durante su estadía en esos países accedió a otras lenguas y culturas que llegaron a conocer y traducir ampliamente, como es el caso del excelente poeta Eduardo Gómez o del fallecido Henry=2 0Luque Muñoz, entre otros muchos intelectuales colombianos de izquierda. Cuando pronto viajé en 1974 a continuar mis estudios en la Universidad de París me llevé en la valija sus obras y más tarde propicié la edición en francés por parte del Centro de Información de América Latina (CIAL) de El otoño del patriarca y la crisis de la desmesura, donde Mejía Duque ejercía su crítica ante la nueva obra de GGM posterior a Cien años de soledad, con valentía meritoria, cuando cuestionar al futuro Nobel era un pecado de lesa majestad. Sus libros Literatura y realidad, Mito y realidad en Gabriel García Márquez, Narrativa y neocoloniaje en América Latina, así como sus exploraciones sobre las vanguardias latinoamericanas y sus textos sobre Jorge Isaacs, Tomás Carrasquilla y otros autores colombianos merecen una nueva relectura situada en el contexto en que fueron escritos. Mejía Duque está posicionado para siempre al lado de los otros grandes críticos latinoamericanos contemporáneos del boom. Él y los hombres de izquierda de su generación fueron seres honrados que amaron a su país y por eso murieron olvidados en vida: en estos tiempos de bandidos y mafias tenebrosas aferradas en el poder para robar y matar, ellos son ejemplo significativo para nuestro país a la deriva. |
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